Sagrado Cantar - Parte Cinco

                                                    Sagrado Cantar                                 

V

Ya llegando a la ciudad, en su proximidad palmaria,

percibo los ruidos de los carros, los vendedores ambulantes,

los comerciantes buscando un negocio benefactor, ávidos de engaños,

las noticias corriendo rápidamente, noticias viejas, ya muertas,

que recorren largas distancias y hacen eco en cada humano

en su velocidad desmesurada por ser oídas, contadas,

falacias subjetivas, los chismes y rumores en los pasillos,

los secretos revelados contra su voluntad….

 

Percibo la feria abarrotada de alimentos, algunos animales muertos,

que el hombre asesina para alimentarse —su instinto más notorio—

y para intercambiarlos por otros bienes, en general inertes,

a los que otorga más valor que a esas vidas reales y palpitantes;

los niños robando frutas, corriendo como pequeños potros

que anhelan ser libres mientras los fustiga el capataz,

los barcos llegando de puertos remotos de espesa niebla,

los viles abogados tejiendo su tela y preparando la espuria coartada,

los jueces disfrutando su ilícita riqueza, comprados por monedas o extorsión,

los políticos prometiendo verborrágicamente obras

que saben que ni en 100 años podrían cumplirse,

el pueblo oyendo, creyendo y adulando,

guiados como ovejas hacia el corral soñado…

 

Yo observo todo este espectáculo “civilizado”

montado como una gran y pensada obra de teatro

por el temible director del Estado,

y con un sentimiento latiendo en mi pecho

que roza la indiferencia —sin llegar a serlo—,

largo una pequeña carcajada y me dirijo al bar,

el único lugar donde se puede pensar,

al menos hasta la tercera cerveza.

Allí fumo y charlo con los marineros y portuarios,

que me cuentan de sus largos viajes extenuantes,

de su hambre, su riqueza y su miseria,

mientras veo la sal en las pieles curtidas por el agua, el frío y el viento,

y recuerdo mis propios periplos sin retorno

por mares helados y cálidos, la infinidad del horizonte,

y los pájaros de pico encorvado que me miraban amenazantes,

cuando perdido estuve en una balsa durante días,

pero ahora estoy seguro allí, bebiendo algo en la taberna

hasta que algunos borrachos comienzan a pelearse por mujeres o dinero:

vuelan sillas y botellas, y recuerdo —otra vez—cómo envilece al alma el alcohol.

Por esa misma razón —pienso—debe ser legal,

al igual que los cigarrillos (y la azúcar, la harina, la sal).

Aún sobrio, pago mi cuenta, saludo,

y pasando lento entre la sangre derramada,

sin mancharme las sandalias,

me voy, fumando mi hierba, sin molestar a nadie.

Al salir, reparto monedas a los parias, indigentes y mendigos

—yo también lo fui, es sencillo para mí empatizar con sus almas—

para que puedan comprarse algún alimento,

y envuelto en el ensueño de la tenue luz de luna,

paseo por las calles oscuras, feliz de mi soledad,

imaginando las cartas de amor que nunca llegaron a su remitente,

la fuga de los amantes desdichados que debieron huir de la ley

ante su pasión irrefrenable y las costumbres limitantes…

…y me alegro tanto de estar solo, sin nadie en mi vida

que me desvíe de la ataraxia, objetivo supremo.


Agustín Ricardo Iribarne.

Del poemario "Sagrado Cantar".

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