(Aún) En mí: el naufragio. . .

Me dejaste. . .
En mi mano temblorosa, tus oscuros secretos,
en mi mente cansada, tu recuerdo implacable,
en mi boca seca, el calor apagado de tus besos,
en mis ojos soñolientos, la clara y pura imagen del ángel del amor,
-aquel que me salvaría de la crueldad que puede ser el mundo-,
en mi tiempo memorioso, tus-y-mis-nuestros- tormentos devastadores
en mi sueño feliz, tu caricia desvanecida,
en mi triste pesadilla, tu infame muerte,
en mi pasional corazón desbordado -como un río caudaloso-, 
el amor desmedido o inconmensurable,
en mi alma serena, el aprendizaje evolutivo,
en mis zapatos gastados, nuestras hondas huellas por el mundo, 
luego del largo exilio,
en mi mochila extenuante, la pesadez de la experiencia,
en mi clavícula astillada, la explosión del hueso y la bomba en mi garganta,
el principio del fin, el grito de desahogo del prisionero ante el motín,
-el insaciable viento que sería desde entonces,
y el agua decidida, que jamás se estancaría otra vez,
porque ya había sido ciénaga impenetrable, sin vida, 
colmada de sombras,
por lo que ahora sólo seguiría su curso en línea recta 
-con leves curvas- hacia horizontes despejados...-
la tierra negra que cubrió mi vida como un entierro, 
pétreo ante mi propio funeral,
la transmutación radical -inherente a mi signo-,
la comprensión del yin y el yang, la conjunción de bien y mal, que somos,
y su estar el uno en el otro, su mutua posesividad, 
la decisión en el medio, el tacto energético. . .

Me dejaste. . .
En mi aura, la energía renovada, transformada y luminosa,
en mi música, todo lo inexpresado, el adiós aletargado
por siglos de arena y escombros
y sobre mis hombros la incómoda pero necesaria carga 
de la absoluta responsabilidad personal e individual,
densa e insoslayable, pero al fin nuestros egos fueron mulas 
bien domesticadas por nuestro ser superior...

En mi pecho, un rincón -con telarañas- en el cual habitarás
 -como un fantasma-
hasta que se vuelvan a unir los continentes 
-lo que equivale a para siempre-,
en mi plexo, la noble flor de loto que cobró vida 
en el pantano de los vómitos purgativos,
en mi chakra sexual, la incipiente magnanimidad del tantra,
 y en mi raíz, brazos que se expanden por toda la tierra.

En mis muslos, tu peso, tu silueta y tu figura,
en mis rodillas, tu preciada y real silla,
donde jugábamos como niños frescos en saltos y jadeos,
en mis pies, un camino hacia la Luz,
en mis oídos, una brutal apertura al Otro,
en mi nariz, la fragancia de la rosa madura,
y en mis labios, la embriagante dulzura
del beso del Amor Verdadero,
que fue para mí: como un disparo certero a la Unidad,
un pasaje profético hacia la Verdad,
un acceso directo a la Totalidad. . .

Me dejaste, al irte. . .

todo lo que jamás me hubieras podido dar 
si seguíamos acompañándonos,

luchando como fieles gaviotas ante el vendaval,
con la absoluta seguridad de llegar al otro lado, lograr el nido -o la costa-,
o al menos con la extremada -e ingenua- confianza de estar juntos 
ante la inminente probabilidad de caer precipitados al escollo,

y sin embargo, extraordinariamente,
 no había rollo, 
porque para el amor real,
no hay problemas 
sino solo obstáculos a sortear. . .

hasta que el viento de la adversidad
arranca las tiendas de los viajeros inexpertos,
profana de un sólo soplido las plantaciones
-hechas con la dedicación de una madre presente,
y ya no hay alimentos ni frutos, 
y la duda y el miedo se avecinan-

y abate a esos cándidos pájaros que creían tener la fuerza
para volar a lo largo y ancho del mundo -sin inmutarse-

y hoy son la cena de un náufrago hambriento
que sonríe agradecidamente 
por haber eludido la muerte
por la extensión de su existencia,
y entre tantas otras cosas, 
por la posibilidad abierta 
a su realización.

En él: el revelador sentido.

En mí: el naufragio.

Agustín R. Iribarne.


















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