Tú, misionera


Tú, misionera              A todas aquellas almas que llevan el Amor a donde sea . . .

Tu presencia me dio la fuerza cuando desfallecido no tenía ni un motivo
para mantenerme erguido: cuando me di por vencido, catapultaste mi brío.
Tu caricia me trajo paz, la evocaré cuando no de más,
tu abrazo me trajo abrigo, me lo pondré cuando tenga frío.
Tu mirada me colmó de luz:
cuando esté oscuro la usaré como un ventiluz
para vislumbrar la belleza y poder seguir cargando mi cruz.
Tu brillo me hace estar radiante como un diamante, tu resplandor es mi motor.

Tu sonrisa me llenó de suerte, la guardaré hasta la muerte.
Tu simpleza me embriagó de amor, la conservaré como el fulgor que desplaza todo dolor.
Tu belleza reside en la pura alegría de encontrarte viva.
Tu compasión es el suave manto con el que cubro mi llanto,
y tu corazón es el cálido mar donde naufragar con dulzor.
Tu temperamento es dócil y tenue como el de una niña que juega y aprende.
Tu voz me relaja, y digas lo que digas, siempre todo cuaja.

Tu comprensión me hace entender que para realmente ver hay que abrir el corazón,
porque toda relación debe basarse en el incondicional amor y la comunicación,
ya que sino sólo nos perdemos lentamente en la ilusión…
Tu risa es la brisa que llega de prisa y me eleva hasta la cornisa,
tu risa sana como a la herida el ungüento, y es mi alimento,
ya que tú, como una nodriza, me cuidas en todo momento
y me ofreces sin reservas ni contratiempos el fruto de pecho,
y alcanzo el cenit de la vida en tu tierno seno,
donde descanso saciado y sereno.
Tus largos brazos de seda como las ramas de un milenario árbol
me elevan al cielo donde mi alma maravillada queda.
Tu canto es la motivación que me despierta a ver el sol,
tu confianza renueva la esperanza en los hombres y en un mundo mejor,
y tu plegaria es la danza diaria que mueve mis pies hasta la gran montaña,
donde estoy más cerca de Dios.

Te amo con todo lo que sé, te amo con todo lo que soy,
que tu luz y tu pureza cometan la proeza 
de salvar a la nueva generación,
y que inunden, del hombre, el corazón
y así se cumpla tu misión.

                                            Agustín R. Iribarne

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